Me gustabas en tus miedos, en tus dudas con reservas, con mis llamadas de madrugada. Que a pesar de tus fantasmas, sabías que mi silbido era un secreto a voces de tu presencia.
Me gustabas en tus pies de gata, tu descaro sin matiz de decencia. Para qué.
Me gustabas en tu precaución que duraba minutos. Minutos que separaban tu boca de mi nuca, que eran como un disparo a quemarropa con premeditación.
Me gustabas en tu pasión. Ese escenario y función que solo tu sabías crear. Tu imaginación y creatividad explotada en la nada excepto aquí.
Me gustabas en tu ring privado. En el que tu victoria estaba amañada con años de antelación.
Me gustabas con poca luz. Donde mi colchón ya conocía tus huecos. Y mi cuerpo se convertía en tu extensión allí donde me llevaras.
Me gustabas en tu desenfreno. En nuestro juego de sexo sin fin. Como sustento y deseo vital.
Me gustabas en tu obsequio de intimidad. Que me regalaras tu perfecta desnudez a deshoras. Tu espalda como pilar de mis sueños. Tus pechos implacables donde podía perderme toda una vida. Joder, cuanto me gustaban.
Me gustabas con tu cara de placer irrefrenable. En tus ojos perdiéndose y encontrándose en todas partes. Las mías.
Me gustabas en tu bondage y dominación. Cuando quisieras, como quisieras, donde quisieras. Allí donde nuestra mente y nuestro cuerpo enloquecían y se transformaban en mucho más. Mucho más que aun tienes pendiente.
Me gustabas cuando mi religión se convirtió en creer que la vida podía arreglarse y crecer en una cama. Durante horas, en cuestión de minutos, después de la siesta o al terminar un derbi. Cuando mi religión era tu piel y un cigarro.
Me gustabas exhausta,
dormida a mi lado. Despertarme entre sueños y mirarte de nuevo. Buscando
cualquier roce que hiciera eterno nuestro lienzo. De estar aquí, a tu lado.
Esta noche y mañana.
Me gustabas. Me gustas. Me enloqueces como la dueña entre mis entrañas, entre mis piernas. Donde nadie alcanzará (no te mientas) como nosotras. Donde el mundo gira mucho más deprisa. Donde el amor es superlativo.