Son las 5:32 de la madrugada y me
sobresalto al creer oír el ruido de un avión. Entonces, me doy
cuenta de que eso es imposible desde donde yo vivo. Y pienso que me
habré dormido. Y me vuelvo a percatar de que eso también es
imposible, ya que sólo son las 5:32h, aunque sólo sea lunes.
Pero ese ruido imaginario me hace
sumergirme en miles de vidas desconocidas, así, de golpe. Todos en
constante movimiento. Los del sur yendo hacia el norte, buscando
mejores despertares. Los del norte yendo a cualquier otra parte del mapa
que les pueda convencer para tomarse un margarita en agosto.
Desplazándose, buscan sueños que creen no poder tener en el lugar
donde han pertenecido alguna vez. Ya sean temporales,
circunstanciales o permanentes.
Y eso hacemos todos los que tenemos las posibilidades suficientes. Nos han enseñado
a plantar raíces y luego estar en constante movimiento, decidiendo
por el camino si volveremos al punto de salida o no algún día. Marcando "X" aquí y allí. Buscando siempre un lugar, queriendo alcanzar destinos.
Pero yo este verano he decidido
plantarme. Quedarme quieta, rebelarme contra mi (una vez más).
Autoparalizarme y exigirme tener determinación de hacia donde me
dirijo, al cien por cien, antes de dar ni un solo paso más. Convertirme
en un destino, ser un lugar. Y quedarme con todo aquel que me visite
y me ofrezca de vuelta una visita a su parcela. Elegir a las personas
que ya hayan recorrido lo suficiente, de momento, y que ahora sean un
destino en si mismas. Escoger desde la quietud y decidir que quiero
moverme o no, pero sin que ninguna marea de ningún tipo me arrastre.
Convertirme en un eje, unos centímetros desviado. Pero sólo para
coger perspectiva. Perspectiva y carrerilla. Como en todos los
grandes saltos.
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